Jorge Ibargüengoitia
Todo lo que vemos a nuestro alrededor, niño revolucionario, es producto de la Revolución Mexicana que, como todos sabemos, empezó como movimiento armado y se transformó más tarde en un movimiento social en el que participan todos los mexicanos sin distinción a clase social, que tiene por finalidad alcanzar una más justa distribución de la riqueza, e igualdad de oportunidades y de trato ante la ley.
Pues bien, niño, este señor que ves aquí, tocando el claxon del Mustang para que la criada venga a abrirle la puerta, es un humilde revolucionario a quien la Patria ha recompensado sus esfuerzos en pro de la justicia social. La altanería que le notas no es aire de aristocracia, sino el orgullo propio de nuestra raza: nos bastan dos años de no pasar hambres para sentirnos de la mejor sociedad.
No me preguntes, niño revolucionario, en qué hizo su dinero este señor, ni qué es lo que sabe hacer, probablemente nada, pero esta circunstancia constituye uno de tantos misterios instructivos que tiene nuestra sociedad.
La Revolución Mexicana es como una madre amorosa y tan ciega como una de ellas. Al hijo suyo que escoge para querer, lo quiere de veras, sin importarle ni el mérito que tenga, ni la calidad de su inteligencia. En la repartición de riquezas a este señor le fue bien: tiene Mustang, criada y claxon.
Este campesino que ves, cruzando la calle a brincos, es uno de los que fueron liberados por la Revolución Mexicana de las tiendas de raya y los patrones desalmados, porque has de saber, niño, que en tiempos de la dictadura, la tierra de nuestra patria era de unos cuantos, al igual que sus riquezas, y el pueblo vivía esclavizado y pasando la pena negra. Ahora todo eso ha cambiado. La tierra es de quien la trabaja y el campesino mexicano, liberado del patrón, al regar la tierra con el sudor de su frente, la ha fecundado y ahora mira al porvenir con confianza.
¿Qué dice el campesino que acaba de cruzar la calle a brincos? ¿Que viene de Durango y que hace tres días que no come? Ah, se me olvidaba decirte, niño, que el país se ha industrializado…
Este coche de colores que ves, niño revolucionario, se llama patrulla. Eso que tiene adentro se llaman policías. Su función es proteger la sociedad democrática en que vivimos y vigilar que se respeten las leyes. Ahora los ves en un momento de esparcimiento, se están comiendo las sandías que le quitaron a un frutero, pero dentro de un rato, nomás que se enjuaguen los bigotes, los verás tomar posiciones enfrente de un banco, en espera del asalto y en defensa del peso.
Esta tienda enorme, en la que todos pueden entrar sin distinción a credo, nacionalidad, ni clase social, es uno de los adelantos más grandes de nuestro sistema social. Allí ves a los más millonarios empujando un carrito igual que los más humildes, poniendo en él lo que encuentran y les apetece: el gallo en vino tinto, traído de Francia, el salmón ahumado del mar del Norte, anchoas del Cantábrico, sardinas del Báltico, caviar del Negro, y cangrejos del Índico. Se paga a la salida.
Estas mujeres de rebozo, con un niño a la espalda, que se ven tan desorientadas, se llaman “marías”, también fueron bendecidas por la Revolución. En tiempo de la dictadura, los ricos, con muy poca delicadeza, las llamaban “indias”. Cuenta la leyenda que Porfirio Díaz mandó a Yucatán los indios que vivían en Sonora, y a Sonora los que vivían en Yucatán, con la esperanza de que con el cambio de clima se acabaran. No logró su cometido porque no le alcanzó el tiempo.
La Revolución, más humana, adoptó otro sistema. Decidió que si no era posible acabar con los indios, más valía cambiarles de nombre y asimilarlos a nuestra cultura. Por eso las mujeres se llaman “marías” y venden chicles. A los hombres no ha sido necesario buscarles nombres porque se quedaron haciéndoles casa a los niños más grandes en el Valle del Mezquital.
Estos letreros que ves, niño revolucionario, que dicen Schultz de México, Greenfiel de México y Hans Krapp de México, son también producto de la Revolución, porque antes de que ésta ocurriera, todo el capital de México y todas las fuentes de producción, estaban, ¿puedes tú creerlo, niño revolucionario? en manos ¡de extranjeros!
*Cuento para el niño revolucionario”, Viajes por la América ignota, Joaquín Mortiz, México, 1989. © 1972, Herederos de Jorge Ibargüengoitia.