LA REVOLUCIÓN MEXICANA DE 1910

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por Antonio Tovar León

Frente al hecho histórico de la Revolución Mexicana de 1910 cabría hacernos las siguientes preguntas: ¿Este hecho histórico mejoró las condiciones de vida y de trabajo del pueblo? ¿Hoy realmente existe la democracia en México? ¿Las instituciones que emergieron de la Revolución Mexicana garantizan un verdadero estado de derecho?

Para responder a las anteriores interrogantes es necesario analizar, de manera muy general, las causas de la Revolución Mexicana.

En el análisis, debemos partir de la Guerra de Independencia de México, pues este hecho histórico, si bien es cierto que nos independizó de España y se abolió la esclavitud en el territorio nacional, también es cierto que durante muchos años el Estado y la nación mexicana estuvieron bajo la influencia y a veces el control de la Iglesia Católica, y no va a ser sino hasta el gobierno de Juárez que, con las Leyes de Reforma, se le quita el poder a la iglesia y se sientan las bases jurídicas para el desarrollo del capitalismo en México.

Con el ascenso al poder de Porfirio Díaz es cuando realmente se va a dar impulso a la industrialización del país, pero a un costo muy elevado: condenando a vivir en la pobreza y miseria al pueblo trabajador, y a una parte considerable de este en una esclavitud literal.

Para industrializar al país, Porfirio Díaz permitió, mediante el despojo a comunidades y campesinos, que grandes extensiones de tierra se concentraran en las manos de unos cuantos hacendados –840–. Muchos de estos inmensos latifundios pertenecían a norteamericanos. Para darnos una idea de lo inmenso que eran esos latifundios pongamos dos casos: la Hacienda de Rancho Viejo, en Chihuahua, con 1,997,514 hectáreas; y el caso del general Terrazas cuyas tierras se calculan en más de 7,000,000 de hectáreas.

En estos latifundios a los peones se les sometía a jornadas de trabajo inhumanas, y para evitar que estos abandonaran las haciendas no se les pagaba su trabajo con dinero sino en especie, en la tienda de raya propiedad del terrateniente. De esta forma se aseguraba que los campesinos, con todo y sus familias, permanecieran ligados a la tierra sin poder abandonarla.

Porfirio Díaz, representante y defensor de los intereses de los grandes terratenientes, dio impulso al desarrollo industrial del país mediante la política de “puertas abiertas” al capital extranjero, otorgando concesiones por 99 años a cuanta empresa ferrocarrilera, siderúrgica, eléctrica, telefónica, etcétera, quisiera establecerse en el país. Y con pagos limitadísimos de impuestos o sin el pago de estos, se concedieron derechos de explotación a compañías extranjeras sobre la plata, el petróleo y los bosques.

La situación de los obreros no era mejor que la de los campesinos, pues los trabajadores no gozaban de ningún derecho, la jornada de trabajo era de 10 a 12 horas diarias y en provincia se trabajaba hasta 13 horas; los salarios eran muy bajos en comparación a los que se percibían en tiempos de Juárez; no había un solo sindicato obrero, por ley estaban terminantemente prohibidos, no había indemnizaciones, jubilaciones, pensiones por vejez, vacaciones anuales, etcétera.

Los trabajadores, aún en contra de la ley, organizaban huelgas para enfrentar la explotación a la que eran sometidos por el gran capital, entre las más emblemáticas figuran: la de Cananea, Sonora, en 1906; y la de Río Blanco, Veracruz, en 1907. Cabe mencionar que dichas huelgas fueron brutalmente reprimidas y sus dirigentes enviados a la cárcel de San Juan de Ulúa por la dictadura de Porfirio Díaz.

Las relaciones de producción hacendarias que tenían por base la propiedad privada de la tierra y de los campesinos mismos, pronto chocarían con el desarrollo de las fuerzas productivas surgidas de la industrialización del país. Por un lado, en la medida que se desarrollaba la industria ferroviaria, eléctrica, telefónica, así como la explotación de minas y bosques, las empresas extranjeras demandaban mano de obra libre, condición básica del capitalismo. Esta mano de obra que demandaba la naciente industria en el país no se encontraba en el mercado, dado que estaba ligada a la tierra y encadenada en las grandes haciendas. Era necesario liberar dicha mano de obra, y la única forma de hacerlo era derribando la dictadura de Porfirio Díaz, que representaba un sistema económico que frenaba el desarrollo industrial y se había convertido en un obstáculo para el desarrollo de las fuerzas productivas liberadas por el capitalismo.

Ante la falta de democracia, de libertad y de justicia social, y ante las condiciones de miseria y de explotación del pueblo mexicano, este no tardó en reaccionar, manifestando su inconformidad y rechazo a la dictadura del general Porfirio Díaz. Empezaron a surgir brotes de rebelión en varios puntos del país, los cuales se van a concretar en un levantamiento armado el 20 de noviembre de 1910 bajo las consignas de “Sufragio Efectivo no Reelección” y “Tierra y Libertad”, así como derechos mínimos para los trabajadores.

En todo el proceso de la lucha popular, en el que se sucedieron victorias y derrotas, se formularon toda una serie de planes y alianzas, pero en la medida que el tiempo transcurría el movimiento popular revolucionario se desgastaba: disminuida la poderosa División del norte; desaparecida la Convención de Aguascalientes y substitutas de la misma; y anulado el Plan de Ayala de los zapatistas, las condiciones estaban dadas para revisar la Constitución Política.

Es así como el presidente Carranza convoca a un Congreso Constituyente para el primero de diciembre de 1916. Abriendo el Congreso sus sesiones, se procedió a revisar la Constitución de 1857, fundamentalmente en aquellos artículos que algunos connotados revolucionarios habían demostrado que se deberían reformar: el 3º, el 27º y el 123º, los cuales prácticamente se crearon con un contenido social, y en los cuales quedaron plasmados los derechos sociales de la clase trabajadora del campo y la ciudad.

Teniendo como respaldo los principios jurídicos de la nueva Constitución Política, algunos gobiernos emanados de la Revolución Mexicana, pero sobre todo el del General Lázaro Cárdenas del Río (1934-1940), con el apoyo del pueblo y el sacrificio de millones de mexicanos, se dio inicio a la recuperación de las empresas estratégicas y los recursos naturales, que la dictadura de Díaz había entregado al capital extranjero.

Los gobiernos posteriores al cardenismo, poco a poco, comenzaron a distanciarse de la política social marcada por el General. Si bien es cierto que estos gobiernos, apartados del modelo cardenista, nacionalizaron industrias, estatizaron empresas y crearon instituciones, lo hicieron en un Estado que daba pasos acelerados a la burocratización del gobierno y sus instituciones, y que desembocaría inevitablemente en la corrupción, así como en la represión contra toda persona, grupo o movimiento que se atreviera a cuestionar públicamente al gobierno y sus instituciones.

¿Por qué, si en la Constitución Política de 1917 quedaron plasmados los derechos sociales de los trabajadores del campo y la ciudad, en la práctica estos fueron letra muerta?

Responder a la anterior pregunta no es algo sencillo y fácil. Sin embargo, tenemos que dar una respuesta a dicha interrogante, y para tratar de responder satisfactoriamente creemos necesario hacer un comparativo entre dos revoluciones que se dieron en situaciones similares y prácticamente en la misma década: la Revolución Mexicana de 1910 y la Revolución Rusa de 1917. En esta comparación podremos apreciar que los resultados en ambas revoluciones fueron diferentes.

Al hacer el comparativo entre la revolución Rusa y la Mexicana, se puede apreciar a simple vista que las condiciones que prevalecían en la Rusia zarista de principios del siglo XX, eran similares, sin llegar a ser iguales, a las del México porfirista: en México al igual que en Rusia existía una clase social mayoritariamente campesina, pobre y carente de tierras; en ambos países comenzaba la industrialización, y de igual modo eran gobernados de manera despótica –en Rusia por el Zar Nicolás II y en México por Porfirio Díaz–.

La Revolución Mexicana fue más sangrienta y duradera que la Revolución Rusa, pues esta fue más rápida y sin mucho derramamiento de sangre.

A pesar de que la triunfante Revolución Rusa de octubre fue después intervenida por un ejército imperialista de 14 naciones, los soviéticos salieron victoriosos y lograron salvar la revolución, y gracias a esto, al paso del tiempo, la URSS se convirtió, relativamente en poco tiempo, en la segunda potencia económica, política y militar del mundo.

Por el contrario, la Revolución Mexicana se prolongó por alrededor de 10 años y con más de 2 millones de pérdidas humanas, y a pesar de haber elaborado la Constitución Política más avanzada del mundo, en la práctica las condiciones del pueblo trabajador no mejoraron, ni tampoco México entro al grupo de los países de “primer mundo”.

Una pequeña o gran diferencia entre estas dos revoluciones es que: en Rusia existía el partido “bolchevique” del proletariado, de tendencia socialista; mientras que, en México las masas campesinas, que fueron las que mayormente constituyeron los ejércitos populares de Villa y Zapata, carecieron de una dirección política. Esta es una de las principales razones, sin llegar a ser la única, del porqué a pesar de haber sido la revolución mexicana una revolución social, el pueblo en armas al no tener una dirección política no pudo dirigir el proceso revolucionario hacia la toma del poder y al establecimiento de la dictadura revolucionaria del pueblo. En cambio, los representantes de la burguesía progresista sí tuvieron la capacidad y la organización para tomar en sus manos el control de los resortes del ejército, la policía y la burocracia administrativa, es decir, del Estado, que van a utilizar para desarticular y destruir el poder revolucionario del pueblo.

La línea del nacionalismo revolucionario que caracterizó a los gobiernos emanados de la Revolución Mexicana hasta antes del 82, fue abandonada con la llegada al poder político de los tecnócratas neoliberales del PRI y el PAN, y con ello echaron por la borda el esfuerzo y sacrificio del pueblo mexicano en la construcción de una nación próspera y autosuficiente.

 

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